10 noviembre, 2014

Poema XXV

A Natalia.


De día amo al cielo por su azul
y siento paz mientras viaja el sol.
De noche temo al cielo por su oscuro,
por su infinito desconocido y sereno.
Qué pensar, me pregunto,
mientras las horas undívagas
me consumen y me quiebran.
Pero sus ojos
con su iris iluminado
con su brillo fugaz
con su alegría inmortal…
sus ojos me dan paz.

(Mira esos ojos: ahí está el amor).


Entre calles de asfalto húmedo
caminan nuestras historias de la mano.
Algunas farolas de luz amarilla
alumbran nuestras bocas
que se miran y se miran
perdiéndose en el infinito del beso.
Ah, este aire lunar, blanco y frío,
que nos roza la piel
que nos besa la timidez.

(Mira esa boca: tan rosa como ayer).


Supe, con el brillo de tus lágrimas
lo que es capaz de resistir un corazón
que parece habituarse a las llagas.
Hay en su voz un dulzor exquisito:
solo un oído fino sabrá saborearla.
Entendí, vida mía, lo que es el amor
al oír tu voz en la distancia.

(Escucha esa voz: melodía angelical).

Hay dolores que son como el mar:
profundos y longevos;
hay pesadillas tan reales
que queman como el fuego.
Y no te ahogas, y no te quemas.
La vida surgió en el mar
y aprendió a usar el fuego.
No temas, estrella de miel,
porque tu corazón es tuyo y mío
y mi corazón ahora es tuyo
pero sobre todo:
la felicidad es nuestra.

(Mira ese cuerpo: con heridas ya borradas y que duelen, cada vez menos; con curvas que ningún artista tendría el talento de trazarlas; con delicias jamás imaginadas; con una perfección que sólo alguien indicado puede entender).

Encuentro en sus manos y en sus pechos
la belleza de la creación.
Pierdo en su cuerpo y su olor
la noción del tiempo y del espacio.
Ella es como la luna:
misteriosa, cíclica, idílica.

(Toca a esa mujer: es obra maestra de Dios).


Ella no es una palabra, no es una frase
mucho menos un verso,
no es un poema (no es este poema)
tampoco es un cuento ni una novela
no es una ópera ni una sinfonía
mitología no es, una historia no es.
Ella es Vida. Ella es mi vida.
¿Y qué pasa, preguntarán, si ella es vida?
Pasa que una vida es una composición
con palabras jamás vistas
con frases jamás oídas
con versos jamás escritos
con poemas jamás recitados
con cuentos jamás inventados
con novelas jamás narradas
con óperas jamás cantadas
con sinfonías jamás ejecutadas
con mitologías jamás creadas
con historias jamás vividas.
Hasta hoy.


(Mira esa mujer: no busques más, porque Ella Es).


08 agosto, 2013

El corazón es un baúl

A quién corresponda, a quién lo acepte.


El corazón es un baúl irrepetible y complejo, querida. Es capaz de guardar recuerdos por más malignos que sean; de acelerar o detener su paso en un segundo debido a una mirada, un beso o un adiós; de escribir una carta con nostalgia pura; de tomarse un café con amargura por dulce que esté; de abrir espacio para las personas que quieran ser sueños. Ah, el corazón, ese milenario centro de vida, signo de amor, aviso de muerte. Sabes, mujer dulce, todos los que sean capaces de mirar a los ojos poseen corazón, no importa si acabó de florecer o está marchito. Y el que tenga corazón, digno ha de ser de tener algo de amor. Por eso, cuando nosotros nos miramos alguna vez no existía nada más que nosotros dos, fuimos tantas veces uno solo que tranquilamente pudimos vivir con un solo corazón. Pero a veces el amor no cabe ahí. A veces el amor debe guardarse en otras partes como en los labios o en las yemas y ser libre como en el beso o en la caricia. Nosotros lo guardamos en todas partes, lo liberamos en todas las formas. ¿Lo olvidaste? ¡Ah, ten cuidado con el tiempo, cariño! El tiempo es el único que logra echar ese baúl al mar del olvido para siempre. Con todo y recuerdos y cafés y cartas y miradas y personas. No dejes que todo eso se borre, se evapore, se derrita, se extinga ni se vaya. Porque sabes, amor mío, ese corazón que tú posees es tan tuyo como mío, y este mío es todo tuyo... Amor mío, no sabes cuánto luché por encontrar la llave para entrar en él, por conocer la cura adecuada para curarle de tristezas, por crear las palabras debidas para hacerlo sonreír, por convertirme en su guardián único e inmortal. Y ahora que estamos lejos no me importa el espacio. El latir de tu corazón llega a mí cuando miro el cielo y se transforma en la música de mis noches y en la razón de mi existencia.

El Cantor



EL CANTOR



A la memoria de Don Atahualpa Yupanqui,
quien fue primero hombre y después poeta [1]




En un lugar ausente en mapas,
hecho polvo, aridez y olvido
vivió hace muchos años, quizá siglos,
un caminante sin caminos fijos.

Hoy conozco su inhóspita historia
gracias a los pájaros y su silbido
que llegó a mí por el viento, como la hoja
que debe caer muerta del árbol envejecido.

Privado del don ilusorio de la vista
por contemplar demasiado un sol,
encontró que su voz endulzaba
a quien acudiera a conocer su canción.

Sus pies eran la huella
que más de un camino le marcó,
y en sus manos se dibujaba
la crudeza del paisaje desolador.

Un garrote fue su amigo, defensa y guía;
su lecho fue cualquier lugar
que tuviera algún perfume celestial
emanado por la tierra y la humanidad.

Y en aquél pueblo encontró el aroma
más crudo, solitario y precario;
luego de años descubrió bajo el fétido olor
que un titán dormía, dormía nada más.

No caviló demasiado ante el designio
que ahora profusamente le invadía
cada poro, cada vena, cada segundo
en que sentado veía agonizar a su pueblo.

Pasaba el inclemente tiempo
sin que nadie se percatara,
su curso indómito sembraba vestigios
de sueños, memoria y esperanzas.

En la noche le confesaba al viento
-único infalible cofre guardián de secretos-,
sus efímeros miedos y vagos sueños
en que algún día perdería la voz.

Una tarde antes que declinara la luz
se paró a la vista de todos, inmóvil.
Y de sus labios saltaron las palabras
que enardecieron corazones y miradas.

Chillido de grillos, maullar de gatos,
ladrido de perros, relincho de caballos,
todos ellos callaron con cuando él cantó,
todos ellos durmieron bajo aquella voz.

Y las mujeres brillaron tanto
que la luna triste se ocultó entre nubes,
y los hombres con henchido pecho
suspiraron como si hubieran renacido.

Su canto fue un símbolo de prodigio
que hizo brotan emociones inmensurables.
Fue asediado y aclamado en ovación
más este se alejó despacio con una sonrisa.

Pese a ser esta su única iluminación
fue el baluarte para cada uno,
pues no había jornada
en que no se le rememorara.

Una madrugada empapada de lluvia
fue el final para el ya viejo cantor,
en cuyos ojos cerrados soñó
un espejo que reflejaba el sonido.

Pues para él desaparecía la penumbra
y se poblaba todo de resplandor,
con tan sólo oír la melodía
que emana un río, un bosque,

un bichito oculto, un viento rugiente;
o la que él mismo enseñó:
la de un pueblo sagaz coreando
el unánime himno del amor.



[1] "Lo primero es ser hombre y lo segundo poeta", es un fragmento de la letra de su canción El Poeta.





30 marzo, 2013

Lo que dice la lluvia

Sobre esta noche
ya caen las gotas de estrellas
que alguna vez nos vieron sonreír juntos.
Sobre mis oídos
ya entran las melodías lejanas
que alguna vez escuchamos hasta dormirnos.

Es triste recordar en madrugada
porque todos los recuerdos están fríos,
es lamentable imaginar siempre
que pudimos ser felices por más años.
No extraño el tiempo que entregué
porque al fin y al cabo no volverá, se fue.

Los caminos a veces se bifurcan
y desencadenan una historia duradera,
otras veces se separan
y protagonizan una historia dolorosa.
Mi voz puede seguir cantando
tal como le canté hace unos meses,
mi Ser puede seguir viviendo
sin ella, tal como hacía hace tiempo.
Pero sin duda alguna, este camino,
que vive hace casi veinte años,
cambió, en alguna parte, su rumbo,
y quién lo labra día a día
no volverá a volar de igual forma.

28 enero, 2013

El dolor humano


I
¿Qué duele más? ¿La Muerte o la Vida?
¿Cuál de ellas se puede evitar? Ninguna.
Y el Amor, esa cosa que nos da 
un placentero dolor y un doloroso placer,
puede originar cualquiera de las dos.

II
¿Qué le dolerá más a la Humanidad?
¿Saber que su vida se frena
mientras la del mundo continúa?
¿Encontrarse completamente solo
aun entre las multitudes?

¿Y qué es el dolor, sino una sed insaciable,
una aguja cuyo contenido nos despabila,
una cura de vez en cuando
y un padecimiento en ocasiones?

III

Yerra por desiertos sin soles ni cobras,
por mares sin agua y con sombras,
por sueños que no retornan a la realidad,
¡yerra por la tierra el dolido hombre!

IV
Pero ¿qué le duele? Le duele todo y nada.
Le duele ver la tarde terminar
mientras lo acecha con sus garras la noche.
Pero no le duele olvidar su historia
donde cada huella fue hecha con sangre.

V
Entre el transcurso de los días
debe intentar hallar el fin de su dolor.
Sube montañas, atraviesa valles,
su vigilia es de noche y su sueño de día.
Han pasado siglos; nunca encontró nada.


VI
El Hombre es ese ser que busca
lo que no existe, en lugar de crearlo;
el ser que lastima sin compasión
pero que el dolor más minúsculo
que le causen, dice que le afecta el corazón.

VII

El dolor humano es esa estrella
que nadie encuentra jamás
pero que nos sigue a todas partes:
unas veces nos ilumina y ayuda a levantar,
otras se esconde para dejarnos perdidos.

Pero es tan necesaria para sentirse vivo,
es tan mortal y caliente,
como esa estrella llamada Sol.








05 enero, 2013

Fábula Las estrellas

La Luna no se presentaba esa noche, por lo que casi nadie fue al lugar a divisar nada, pues ella era la mayor atracción. El propietario de la parcela se ponía histérico cada vez que eso pasaba, y cuando aquél satélite aparecía de nuevo, éste le profería fuertes llamados de atención.

— No puedes irte así como así. ¿No ves que este lugar sin ti se vuelve oscuro, vacío, insignificante?
— Pero también están las estrellas, ¿qué hay de ellas? ¡Son muchas! Entre ellas, el Sol, claro.
— Pero están muy lejos. A los que vienen no les interesa esforzar la vista por ver unos diminutos puntos relampagueantes. No se comparan a ti. Y él sol es imposible verlo sin quedarse ciego.
— Pues en ese caso... Temo que no volveré.
— Pero ¿qué dices? 
— Como bien oíste. No volveré hasta que mis amigas no sean tan bien valoradas como hacen conmigo.
— ¡No te puedes ir!
— Ya lo estoy haciendo— sentenció la Luna.

Como el humo del cigarrillo, se disipó en el aire. El propietario del recóndito lugar, preocupado por la horda de personas inconformes que se alzaría en contra de su persona, al otro día, cuando estaba por amanecer, llamó al Sol.

— Majestuoso y siempre adorado y brillante Sol, ¡ayúdame! 
— ¿Qué pasa?
— La Luna, ha decidido marcharse... 
— ¿De quién ha sido la culpa? ¿Tuya?
— No... de los que gustan verla, pero que no gustan ver las estrellas. Eso la hizo marcharse.
— Sólo hay una manera de hacerla regresar.
— ¿Cuál?
— Cumpliendo lo que te dijo.
— Pero no depende de mí, sino de los admiradores lunares. ¡Ayúdame!
— Bien. Sólo porque en ti hallo que hay mucha vida. Espera que llegue la noche, y verás.

Así el Sol volvió a sus labores de iluminación. Cuando cayó la noche, ocurrió lo previsible. La Luna no apareció. Quienes fueron a verla, al ver de nuevo tan triste panorama celeste, declararon su desilusión y se fueron a dormir. Al otro día, cuando estaba por amanecer, los desilusionados espectadores despertaron, esperaron, miraban sus relojes, pero el sol no apareció. Desconcertados y llenos de terror, todos salieron a las calles y lo único que encontraron fue más rostros horrorizados, fúnebre oscuridad y a pesar de ser multitud, una soledad indigerible. Pasaron algunas horas y todo siguió tal cual. Si no se hacía algo, todo colapsaría. De repente, alguien entre la multitud gritó: "¡Miren el cielo!". Todos subieron sus ojos y contemplaron un espectáculo que jamás creyeron poder ver. 

En todo lo que podían abarcar sus ojos, en todas partes de su firmamento se veían colores iridiscentes, ríos de luces de toda tonalidad y fuerza, relampagueos tan intensos y hermosos como nunca los hubo donde aquellos habitan, un gran cinturón de rocas brillantes que atravesaban todo ese paisaje indescriptible. Eran las estrellas. Todos los que poseían visión se dieron cuenta de lo mucho que habían ignorado, y quienes no la poseían de lo que habían olvidado. El propietario de la parcela contempló la multitud que estaba regada por sus calles, con la cabeza apuntanto hacia el exterior. Fue entonces cuando vio, detrás de las montañas, ver aparecer al sol. Por fin amanecía, pero nadie se precavió de eso. Cuando este se hallaba a buena altura, apareció la luna a una velocidad algo mayor, en dirección contraría a la que salió el sol. Cuando se cruzaron formaron un eclipse, espectáculo que nadie con vida allí había visto jamás. Una tenue sombra cubrió todo. El espectáculo apenas comenzaba.




31 diciembre, 2012

El arroyo



El arroyo

Creías que el agua del arroyo
al impactar las rocas,
pronunciaba un nombre,
y cada madrugada
bajabas por el valle
para escucharlo.

En sus cauce calmo
creíste ver un rostro,
y al dormir, sin razón
alguna, en tus sueños
esa imagen se borraba de ti,
teniendo que ir a mirar de nuevo.

Te encantaba sumergirte
para refrescar tu cuerpo
pero sin aislarte de la tierra
—llena de sangre en estos tiempos—,
te fascinaba sentirte
como ser un pez sin ataduras.

Pero no era un nombre 
el que era pronunciado,
sino eras tú suspirando.
No era un rostro
el que veías cada noche,
sino tu alma reflejada.
Y no sólo eras un pez,
nadando contracorriente,
sino que te volviste una estrella:
la primera que se ve en el poniente,
la última que brilla en el amanecer,
esa lejana, a la que todos llaman sol.

La casa verde



LA CASA VERDE.

Pasó gran parte de la noche sentado en la silla de madera rechinante de su escritorio, con los codos apoyados sobre éste, sonriendo frenéticamente. En frente, una gran ventana de unos dos metros de ancho por uno y medio de alto, en cuyo exterior, los barrotes blancos algo oxidados estaban cruzados formando rombos. Por aquel ventanal se podía ver a la gente subir y bajar la calle, personajes desprevenidos que difícilmente se darían cuenta que alguien los mira dos metros más arriba a través de un cristal, alguien que los observa con ojos brillosos mientras una boca se desata en mórbida ansiedad. Gente desprevenida, apresurada, todos temían que los peligros se les apareciera en cualquier momento, dejándolos así, en un cara a cara efímero. Hay más terror en las casas que el que se puede encontrar en las calles, más aun cuando nadie entra ni sale de ellas. Todo lo que diré ocurrió entre una mañana a eso de las ocho y altas horas de la noche. Sí, una mañana, cuando decidí penetrar sin permiso ni ruido alguno en la casa. El miedo no invitó a más. Bien puede pensarse que el miedo hace alejar, prevenir, huir, es cierto; pero también hay otras veces donde el temeroso se siente tan acorralado, tan asediado por fuerzas internas y penas externas, tan presionado, que surge de repente un inesperado golpe, una respuesta impensada.
Era lunes. Me levanté casi al medio día. Días antes encontré información en el periódico sobre un concierto de cuerdas que habría en el Museo Nacional. Cuando desayuné y me alisté, antes de salir, busqué y me lleve la cámara fotográfica. Salí de la casa. Camino a la estación de bus —el mismo recorrido que hago siempre: pasos hacia el oriente, luego al norte varios minutos, y al oriente finalmente—, me di cuenta de un hecho que a simple vista no tiene relevancia. En la cuadra de la calle 38 con carrera 16, en una casa con paredes antiguas cubiertas de yeso ya cuarteado, en la cual descendían colgaderas que salían por entre de las tejas del techo, siempre se veía la ventana del tercer piso tras una cortina verde brillante que permanecía cerrada. Menos ese día. Y puede parecer una banalidad, claro, yo también lo creí unos segundos, y aun así, la curiosidad que muchos tenemos cuando niños nunca se fue de mí en la vida, esa cortina abierta podía significar algo que quizá yo nunca llegaría a saber, pero que quien la abrió sí . Así que le di uso a la cámara. Luego de unos instantes ojeando la casa con suma curiosidad y rareza, proseguí mi camino.
Pasaron dos días. Era un engorroso miércoles caluroso, y tenía la tarea de entregar unos libros de la biblioteca de donde los saqué, lo cual hice temprano. Y digo engorroso no por el mero hecho de entregar los ejemplares ni por el calor, sino porque cometí un error estúpido. La fotografía que tomé de la casa verde el día lunes, en camino de regreso a mi morada la mandé revelar. Me la entregaron al rato, y pese a que no sé mucho de fotografía, a mi parecer parecía una bella foto de alguna revista que promociona casas. Para no perderla la guardé en uno de los libros que entregué. Me di cuenta que me faltaba la fotografía sólo hasta el otro día, cuando me nació la idea de mandarla ampliar para encuadrar —estaba orgulloso de la única fotografía formidable que he tomado en mi vida— y colgarla en alguna pared de la sala de mi casa. Busqué como loco una media hora hasta que me detuve a rememorar, y caí en cuenta el infortunado error. Sin meditarlo, tomé las llaves y salí a la biblioteca a mirar si el libro que entregué aún estaba.
—    Buenos días, señorita. —Le dije a la bibliotecaria—. Sí,  de nuevo yo. Vine hace como una hora a entregar dos libros. Sabe… Necesito ver uno de ellos nuevamente. Se me quedó entre él algo importante. Espero todavía esté disponible.
A los pocos segundos me dio la mala noticia. Ya se lo habían llevado. Pregunté quién había sido, pero arguyó que no me podía revelar esa información. No obstante, y luego de demostrarle mi amabilidad y buena voluntad, me dijo qué aspecto físico tenía, pues hace unos minutos había salido de la biblioteca.
—    Es de baja estatura, mantiene pasos cortos. Lleva un saco negro, una falda muy vieja de color morado con flores amarillas. El cabello recogido, castaño. Si va a hablar con ella, sea prudente y amable, por favor— dijo, bajando la mirada y volviéndose a sus asuntos de trabajo.
Salí disparado en busca de ella. Preguntando a los vendedores ambulantes si la habían visto o atendido, a lo que me respondían negativamente. La calle, debido a que hacia donde me dirigí se tornaba algo declinada, me permitía mayor panorámica. Pero no la vi… así que me resigné a haber perdido la foto. Me puse a divagar, por lo que en un momento me invité a la alegría, pues algún lector se encontraría con un bonito regalo al abrir las viejas páginas, pero por otro lado… ¡Y lo recordé! En el local de fotografía, se tomaban la tarea de escribir el teléfono y el nombre del fotógrafo al respaldo de la fotografía en letra pequeña. Un suspiro de tranquilidad me invadió. Era cuestión de que aquella persona tomara un teléfono y se comunicara conmigo. No sabía si lo haría, pero tenía esperanza que así sería. Sino, iría de nuevo unos días después a la biblioteca a intentar tener suerte al ver el libro devuelto y la fotografía dentro de él —una idea poco prolífera pero ineludible—.
El día viernes de la misma semana, mientras dormía, pese a que estaría pronto a levantarme, sonó el teléfono. Recordé de golpe el respaldo de la carta y la llamada que sería mi alegría, y corrí como gacela hacia la sala.
—    ¿Aló? ¿Buenos días?— contesté impaciente.
—    Sí, buenos días. ¿Señor Benavides¡ ¿Cómo le va?
—    Sí con él. Bien, gracias. ¿Quién es?
—    Me llamo Lucía. Encontré este teléfono escrito en la foto de un libro que saqué, y además está su nombre. Llamé a ver qué pasaba, porque a veces…
—    ¡Si, es mía! ¡Muchas gracias!— dije con suma alegría.
—    ¿Por qué?
—    ¡Por llamar! Verá… Quiero pedirle el favor me devuelva la foto, es algo muy preciado para mí.
—    Ah, sí. Es de suponer. Pero, hay un problema.
—    No me diga eso… ¿Cuál?
—    No soy de salir de mi casa, menos a encontrarme con gente en la que no tengo confianza. Tendrá que esperar que yo entregue el libro, dejaré entre él la foto.
—    Bueno…— dije, con un tono cercano a la resignación.
—    Disculpará, pero es así.
—    No se preocupe. ¿Qué día lo entregará?
—    Mañana. Ya voy en la mitad.
—    ¿De verdad? A mí me tomó unos cuatro días leerlo…
—    Eso porque seguramente Ud. tiene más cosas que hacer. Yo vivo dentro de mi casa y es raro que salga de ella, excepto por comprar cosas necesarias y conseguir libros. Así que dedico mucho a leer. Todo el día.
—    Eso está muy bien.
—    Sí… Bueno, no siendo más. Mañana vaya por su libro al medio día.
—    Está bien, y gracias nuevamente.
—    No hay de qué, hasta luego.
—    Hasta luego, Lucía…
No sabía si ponerme eufórico de alegría o preocupado. Opté por quedarme tranquilo y esperar. Mientras dejaba que la tarde pasara, en medio de un sol naranja intenso, me pregunté por qué simplemente no habría ido a tomar otra foto de la casa, por qué no salía en ese justo momento y la fotografiaba desde el mismo lugar y con esa formidable luz natural, y problema aniquilado. Un desespero en las piernas me quitó las ganas de ir en ese momento, hasta de levantarme del sillón café. Preferí distraer mi mente pensando en otras cosas.
Llegó el sábado. Camino a la biblioteca me entraron ganas de pasar por la casa. Cuando llegué, la cortina del tercer piso estaba cerrada como de costumbre. Quizá allí se halla una razón al porqué no tomé otra fotografía: sólo ese día la casa abrió uno de sus ojos para ser fotografiada por el único transeúnte con una cámara que por allí andaba, o peor…. Para observarlo.
Tal como prometió la tal Lucía, así fue. Resumiré mi alegría y lo que pasó momentos después en tres palabras: recuperé la foto. Esta vez fui directamente a mandarla ampliar. Sentí que todo había recuperado su orden y armonía. Menos algo… La casa. Creo que se me estaba volviendo una obsesión ir a verla cada vez que podía, sólo con la excusa de intentar ver de nuevo esa cortina abierta y agarrar mi cámara de golpe y tomar fotos. Pero nunca se me cumplió la vanidad. A veces me nació la idea de golpear y conocer a sus dueños, pero en esta ciudad eso no es muy común, ni agradable para sus dueños, y más aún esto último si se tiene en cuenta que en mis frecuentes visitas jamás había visto a nadie entrar ni salir de allí. Y no siendo cumplido mi pequeño sueño vanidoso, quise ser la excepción, vaya que sí.
Ya en la semana siguiente a todo lo acontecido, decidí darle un vistazo a la casa, pero esta vez sin la cámara. Eran las ocho de la mañana del martes, fui con un saco gris de algodón y una sombrilla, pues hacía frío y el cielo amenazaba con una lluvia fuerte. Con paso trémulo fui acercándome a la puerta. Di cuatro golpes en ella. No pasó nada. Volví a insistir ya con cinco golpes.
—    ¿Quién es? —interrogó una vieja voz masculina desde el otro lado.
—    Buenas. Me llamo Benavidez.
—    No me interesa saber de Dios, gracias. Váyase.
—    No, no vengo a eso…
—    ¿Entonces a qué?
La pregunta me heló. Era lógico que debí haber pronosticar algo así, pero la admiración por la casa me alejó de hacerlo. Me quedé impávido, sentí esa incomodidad como si fuera eterna. En el desespero no vi otra solución que mentir.
—    Soy de la Secretaría de Hacienda. Vengo a… realizar una visita para ver el estado de su casa, saber si es segura para sus ocupantes y para el vecindario.
Se escuchó un corto silencio. Luego una queja entre muelas. Se abrió la puerta, o eso pareció. La empujé. Era de madera gruesa, pesada y como de roble. Había un tapete de colores morado y rojo, muy deshilachado y sucio en la entrada.  El piso también era de madera, aunque no lucía tan viejo ni desgastado. Había silencio total. Mis pasos parecían escucharse por toda la casa. Avancé por el corto pasillo y di en lo que parecía el centro de la casa. Gracias a ventanas ubicadas por lo alto de la casa había buena iluminación. Había algunos pasillos más al fondo. Había un reloj de piso enorme pero cuyas agujas daban las dos de la mañana, estaban inmóviles. En aquél centro habían unas cuatro puertas, dos de ellas abiertas. Elegí la primera y al pasar, encontré su interior muy desolador, aunque de inmediato daba a una segunda habitación. Pasé a la segunda y había un estante con copas y vasos de cristal al fondo, pero nada más. A su vez, esta segunda daba a una tercera, en la cual, ya habiendo entrado, vi que había más estantes pero vacíos. Al final de este tercer recinto, había un umbral delgado pero bien iluminado al fondo. Pasé por allí y de frente me topé con las escaleras, aunque eran delgadas, y al subirlas, también frágiles. En el segundo piso encontré más puertas, pero cerradas. Avancé por el pasillo que tenía forma de L y di con una sala, otro centro,  pero este si era oscuro. Se escuchaba alguien en una de las puertas cerradas que estaban del otro lado. Me entró el pánico, pues no sabía en dónde se había metido quien me abrió. Tal vez estaría allí, de donde provenían los sonidos casi inaudibles. Durante todo mi recorrido no indagué sobre quien fuese su ocupante, era tal la belleza que poseía tan antigua casa que me vi tragado por la fascinación de recorrer un lugar que a lo mejor nunca había sido explorado con detalle y respeto. Hasta que alguien me llamó.
—    ¡Estoy acá abajo! ¡Ey, el de la Secretaría! ¡Baje!— gritó la misma voz que me abrió antes.
—    Eh, sí, sí, ¡ya voy!— respondí balbuceando.
Volví al centro bien iluminado del primer piso mientras miraba hacia arriba, viendo una lámpara enorme que colgaba del techo más elevado.
—    Supongo que ya hizo su revisión, lo vi más bien merodeando por allí. Linda casa, eh… me pregunto si tendrá próximo dueño—, escuché, quedándome atónito pues la voz provino de una de las puertas cerradas.
—    Sí, sí, señor… Sólo me falta revisar por fuera y listo, me voy—, respondí con nerviosismo.
—    Bien. Ya sabe dónde está la puerta.
—    Claro… Pero, una pregunta.
—    ¿Cuál?
—    ¿Podría entrar a una de las habitaciones? Para saber si no hay humedad, grietas prominentes, o algo así…
—    Ejem… Bien. Sólo empuje alguna de las puertas. Algunas están cerradas pero ninguna tiene cerrojo que funcione.
—    Bien. Gracias.
—    Espero no se demore.
No sé de dónde me entró valor para preguntar eso, sabiendo que el extraño quería que me largara. Pero sin dudarlo subí de una vez al tercer piso. No encontré ninguna puerta. Era un salón único, amplio, cuyo perímetro dictaba el de toda la casa. El piso estaba cubierto con alfombra azul. No había mucho de pared, pues casi todo era ventanas. Ventanas por todo el rededor, cubiertas con la cortina verde que siempre veía, eran de terciopelo. Las rocé todas con mi mano, y me detuve en una. Calculando mi ubicación, queriendo estar ante la que creí ocultaba única la ventana que tenía el privilegio de desnudarse de esa cascada de tela verde, y viendo que ante una de ellas había un escritorio con una silla, di justo con ella. Cuando la abrí mis ilusiones se desvanecieron. Las montañas no podían divisarse; no tenía mucho rango de visión de la ciudad a esa altura, no había nada espléndido que ver. Hasta que bajé la mirada y me di cuenta de lo bien que se podía ver a la gente que pasaba. Se les podía ver hablar, cada gesto facial, cada paso, cada parpadeo. La altura no era gran factor en la nitidez de mi observación. Cuando me di vuelta, había una taza de café hirviendo sobre el escritorio. Me sorprendí al ver una mujer sentada en la silla del escritorio, mirándome. Quedé congelado, sin palabra. Me di cuenta al instante de su cabello recogido, un saco negro que llevaba, y cuando ella se levantó, de su falda morada con flores amarillas. Era ella. Me sonrió. Al darme cuenta de eso, me calmé un poco.
—    Perdón. No sabía que usted vivía aquí. Ya mismo bajo, discúlpeme— dije con pena.
—    Primero tómese el café— dijo interrumpiéndome.
No respondí nada. Despacio acerqué mi mano a la taza. Y lo comencé a beber despacio mientras soplaba y la miraba. Una mujer de no más de treinta años, ojos grandes y brillantes, labios rosas y piel pálida, contextura delgada. A mi parecer era hermosa.
—    Es un libro aburrido. El que lo escribió tenía buena intención pero no tenía la mejor destreza plasmándolo. Sabe, sin duda hay mejores. El próximo que leeré será…
—    Gracias —la interrumpí—. Como me dijo, la foto estaba en el libro aburrido… No tenía idea ni me esperaba que viviera aquí, Lucía. Es una casa muy admirable.
—    ¡Silencio!— ordenó bruscamente.
De nuevo me quedé helado. Dejé la taza sobre el escritorio y me dispuse a bajar, dándole la espalda. Me reprochó el acto. Justo cuando iba a salir del salón, me habló.
—    No se vaya tan rápido, la casa no muerde pero no debe hablar de ella. Es más, no deberíamos hablar, sino, en el estado en que está, se cae. Pero le diré algo. La cortina que abrió hace unos segundos, días atrás la abrí yo también. Y me arrepentí, aun me arrepiento al día de hoy. Espero no le pase lo mismo… Es que… Quién ve por esa ventana a los que pasan por la calle, no vuelven a mirar de la misma forma. Mi padre le abrió la puerta y me dijo de usted. Yo sabía que Ud. no era de ninguna secretaría, esos hace años no vienen, además traería algún distintivo. Le traje café para ser cortés. Me di cuenta que había abierto la cortina. No lo quiero asustar, pero es mejor que se vaya ya y se conforme con la foto que tomó de esta casa. Si no, querrá volver a venir y mirar, créame. La única manera que tengo de evitar hacer eso mismo, es leyendo. Mi padre hizo lo mismo cuando empezó a vivir acá, hace ya varias décadas, pero él pasó años observando, años alimentándose de un bicho infernal que carcome el morbo y siembra sus crías en él, para que cada día sea mayor, pero sintiendo esa dicha de verlos a todos sin que lo vean a él, sintiéndose un poco como Dios, si alardear de ello, más bien de una forma peculiar. Yo llegué aquí hace tres años, cuando mi madre murió, mis tíos me trajeron aquí, sin más opción. Ese fue la única solución a los diarios avistamientos que realizaba mi padre por la ventana; sólo me miraba a mí ahora, con cierta alegría de conocer a su hija después de tanto, así fue por algunos días; pero eso cambió, y se le nota cómo pasa el tiempo confinado en su cuarto últimamente,  dándole vuelta a un reloj de arena que tiene, el único reloj que sirve en la casa. Ya está muy viejo, no le queda mucho, menos en las condiciones que ofrece esta casa. A mí tampoco me queda mucho tiempo acá, pero en mi caso es porque me voy. Luego de ver por esa ventana, quiero salir de acá, no veo la hora; no lo he hecho por mi padre. Su vida es esta casa.
—    No sé qué decir… Bueno, siendo sincero no me siento diferente. Ni siquiera viéndola fijamente como hago ahora.
—    Yo quisiera decir lo mismo… Pero estoy a poco de empezar a quedarme ciega. Mi padre lo está. La ventana nos hizo esto.
Un abrupto escalofrío me electrizó el cuerpo. Un vació se apoderó de mi vientre. Náuseas, pequeños temblores, taquicardia. Tal revelación la sentí como una puñalada en el rostro, pues me decía que yo también me quedaría ciego pronto. No dije nada, mis manos buscando la pared para no caerme lo decían todo.
—    Seguro piensa que se quedará ciego. Y así temo que será, tanto para usted como para mí. Pero hay una solución. Que nunca deje de ver por la ventana.  Yo no me atrevo, no quiero terminar como mi padre, confinado en una vieja casa, solo completamente, olvidado, sin oportunidad de sol, enfrascado en los más crudos temores y acorralado por las más fieras angustias… Prefiero quedarme sin ver. Total, el mundo es ciego ante lo bello, mudo ante lo correcto y sordo ante lo injusto. Aunque mi padre me ha hablado de otra solución.
—    ¿Cuál, cuál?—, pregunté con horror.
—    Acabar con la casa. Sea quemándola o tumbándola.
—    ¡Si, eso! — dije, mientras sentía que veía borroso, y fue lo último que recuerdo de la conversación.
Y perdí el sentido. Cuando desperté escuchaba sirenas. Era de noche. Estaba Lucía conmigo en el andén de la casa de enfrente, rodeados de maletas y libros, viendo cómo con el fuego derrumbaba la casa pedazo a pedazo.
—    Despertó… Sí, ya ve. Era la única solución. Yo no podía permitir que se quedara allí y al despertar  ya habiendo olvidado todo lo que le dije, quisiera ver por la ventana de nuevo. Le conté a mi padre, y él temiendo que su historia se repitiera en algún otro desdichado y que su casa fuera irremediablemente invadida por otro, le prendió fuego al reloj que estaba en el primer piso estaba repleto de gasolina, mientras yo alisté todo lo que aquí ve. Le eché el café ya frío sobre la espalda y salí con usted de rastras, parecía como sonámbulo.  
—    Su padre, ¿dónde está?
—    Allá, nos ha salvado— Con el índice derecho me señaló el tercer piso.
—    La… ¡La ventana!
—    Ahora ni tú ni yo perderemos visión— Y fue así, pues pudimos contemplar lo que aconteció después; y cada mañana desde entonces veo con Lucía la fotografía ampliada de la casa verde en nuestra sala, recordando algo de lo que pasó.
En el último piso, en la infernal ventana, estaba sentado en la silla del escritorio su padre con los codos sobre éste, mirando cómo la gente corría con prisa sin que estos se dieran cuenta, todos gritaban como perdidos y andaban sin destino fijo, los observaba con una sonrisa frenética, con los ojos fijos y grandes puestos sobre ellos, como si al hacerlo aumentara el fuego que consumía las cortinas. De repente, detuvo su mirada en nosotros, en mí más que todo al ver que su hija había tomado mi mano, a lo cual me asusté y agaché la vista, viendo el reloj de arena que estaba en el piso en frente de mí, a punto de acabarse los granos de arena de la parte superior. Cuando terminaron de caer, subí de nuevo la mirada. Las colgaderas parecían cascadas de fuego, las tejas caían como meteoros humeantes. Y un instante justo antes que el cristal de la ventana estallara por el humo atrapado y que la casa se desplomara por completo, por entre los barrotes chamuscados, el viejo cerró los ojos y me sonrió dulcemente.