05 enero, 2013

Fábula Las estrellas

La Luna no se presentaba esa noche, por lo que casi nadie fue al lugar a divisar nada, pues ella era la mayor atracción. El propietario de la parcela se ponía histérico cada vez que eso pasaba, y cuando aquél satélite aparecía de nuevo, éste le profería fuertes llamados de atención.

— No puedes irte así como así. ¿No ves que este lugar sin ti se vuelve oscuro, vacío, insignificante?
— Pero también están las estrellas, ¿qué hay de ellas? ¡Son muchas! Entre ellas, el Sol, claro.
— Pero están muy lejos. A los que vienen no les interesa esforzar la vista por ver unos diminutos puntos relampagueantes. No se comparan a ti. Y él sol es imposible verlo sin quedarse ciego.
— Pues en ese caso... Temo que no volveré.
— Pero ¿qué dices? 
— Como bien oíste. No volveré hasta que mis amigas no sean tan bien valoradas como hacen conmigo.
— ¡No te puedes ir!
— Ya lo estoy haciendo— sentenció la Luna.

Como el humo del cigarrillo, se disipó en el aire. El propietario del recóndito lugar, preocupado por la horda de personas inconformes que se alzaría en contra de su persona, al otro día, cuando estaba por amanecer, llamó al Sol.

— Majestuoso y siempre adorado y brillante Sol, ¡ayúdame! 
— ¿Qué pasa?
— La Luna, ha decidido marcharse... 
— ¿De quién ha sido la culpa? ¿Tuya?
— No... de los que gustan verla, pero que no gustan ver las estrellas. Eso la hizo marcharse.
— Sólo hay una manera de hacerla regresar.
— ¿Cuál?
— Cumpliendo lo que te dijo.
— Pero no depende de mí, sino de los admiradores lunares. ¡Ayúdame!
— Bien. Sólo porque en ti hallo que hay mucha vida. Espera que llegue la noche, y verás.

Así el Sol volvió a sus labores de iluminación. Cuando cayó la noche, ocurrió lo previsible. La Luna no apareció. Quienes fueron a verla, al ver de nuevo tan triste panorama celeste, declararon su desilusión y se fueron a dormir. Al otro día, cuando estaba por amanecer, los desilusionados espectadores despertaron, esperaron, miraban sus relojes, pero el sol no apareció. Desconcertados y llenos de terror, todos salieron a las calles y lo único que encontraron fue más rostros horrorizados, fúnebre oscuridad y a pesar de ser multitud, una soledad indigerible. Pasaron algunas horas y todo siguió tal cual. Si no se hacía algo, todo colapsaría. De repente, alguien entre la multitud gritó: "¡Miren el cielo!". Todos subieron sus ojos y contemplaron un espectáculo que jamás creyeron poder ver. 

En todo lo que podían abarcar sus ojos, en todas partes de su firmamento se veían colores iridiscentes, ríos de luces de toda tonalidad y fuerza, relampagueos tan intensos y hermosos como nunca los hubo donde aquellos habitan, un gran cinturón de rocas brillantes que atravesaban todo ese paisaje indescriptible. Eran las estrellas. Todos los que poseían visión se dieron cuenta de lo mucho que habían ignorado, y quienes no la poseían de lo que habían olvidado. El propietario de la parcela contempló la multitud que estaba regada por sus calles, con la cabeza apuntanto hacia el exterior. Fue entonces cuando vio, detrás de las montañas, ver aparecer al sol. Por fin amanecía, pero nadie se precavió de eso. Cuando este se hallaba a buena altura, apareció la luna a una velocidad algo mayor, en dirección contraría a la que salió el sol. Cuando se cruzaron formaron un eclipse, espectáculo que nadie con vida allí había visto jamás. Una tenue sombra cubrió todo. El espectáculo apenas comenzaba.




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