31 diciembre, 2012

El arroyo



El arroyo

Creías que el agua del arroyo
al impactar las rocas,
pronunciaba un nombre,
y cada madrugada
bajabas por el valle
para escucharlo.

En sus cauce calmo
creíste ver un rostro,
y al dormir, sin razón
alguna, en tus sueños
esa imagen se borraba de ti,
teniendo que ir a mirar de nuevo.

Te encantaba sumergirte
para refrescar tu cuerpo
pero sin aislarte de la tierra
—llena de sangre en estos tiempos—,
te fascinaba sentirte
como ser un pez sin ataduras.

Pero no era un nombre 
el que era pronunciado,
sino eras tú suspirando.
No era un rostro
el que veías cada noche,
sino tu alma reflejada.
Y no sólo eras un pez,
nadando contracorriente,
sino que te volviste una estrella:
la primera que se ve en el poniente,
la última que brilla en el amanecer,
esa lejana, a la que todos llaman sol.

La casa verde



LA CASA VERDE.

Pasó gran parte de la noche sentado en la silla de madera rechinante de su escritorio, con los codos apoyados sobre éste, sonriendo frenéticamente. En frente, una gran ventana de unos dos metros de ancho por uno y medio de alto, en cuyo exterior, los barrotes blancos algo oxidados estaban cruzados formando rombos. Por aquel ventanal se podía ver a la gente subir y bajar la calle, personajes desprevenidos que difícilmente se darían cuenta que alguien los mira dos metros más arriba a través de un cristal, alguien que los observa con ojos brillosos mientras una boca se desata en mórbida ansiedad. Gente desprevenida, apresurada, todos temían que los peligros se les apareciera en cualquier momento, dejándolos así, en un cara a cara efímero. Hay más terror en las casas que el que se puede encontrar en las calles, más aun cuando nadie entra ni sale de ellas. Todo lo que diré ocurrió entre una mañana a eso de las ocho y altas horas de la noche. Sí, una mañana, cuando decidí penetrar sin permiso ni ruido alguno en la casa. El miedo no invitó a más. Bien puede pensarse que el miedo hace alejar, prevenir, huir, es cierto; pero también hay otras veces donde el temeroso se siente tan acorralado, tan asediado por fuerzas internas y penas externas, tan presionado, que surge de repente un inesperado golpe, una respuesta impensada.
Era lunes. Me levanté casi al medio día. Días antes encontré información en el periódico sobre un concierto de cuerdas que habría en el Museo Nacional. Cuando desayuné y me alisté, antes de salir, busqué y me lleve la cámara fotográfica. Salí de la casa. Camino a la estación de bus —el mismo recorrido que hago siempre: pasos hacia el oriente, luego al norte varios minutos, y al oriente finalmente—, me di cuenta de un hecho que a simple vista no tiene relevancia. En la cuadra de la calle 38 con carrera 16, en una casa con paredes antiguas cubiertas de yeso ya cuarteado, en la cual descendían colgaderas que salían por entre de las tejas del techo, siempre se veía la ventana del tercer piso tras una cortina verde brillante que permanecía cerrada. Menos ese día. Y puede parecer una banalidad, claro, yo también lo creí unos segundos, y aun así, la curiosidad que muchos tenemos cuando niños nunca se fue de mí en la vida, esa cortina abierta podía significar algo que quizá yo nunca llegaría a saber, pero que quien la abrió sí . Así que le di uso a la cámara. Luego de unos instantes ojeando la casa con suma curiosidad y rareza, proseguí mi camino.
Pasaron dos días. Era un engorroso miércoles caluroso, y tenía la tarea de entregar unos libros de la biblioteca de donde los saqué, lo cual hice temprano. Y digo engorroso no por el mero hecho de entregar los ejemplares ni por el calor, sino porque cometí un error estúpido. La fotografía que tomé de la casa verde el día lunes, en camino de regreso a mi morada la mandé revelar. Me la entregaron al rato, y pese a que no sé mucho de fotografía, a mi parecer parecía una bella foto de alguna revista que promociona casas. Para no perderla la guardé en uno de los libros que entregué. Me di cuenta que me faltaba la fotografía sólo hasta el otro día, cuando me nació la idea de mandarla ampliar para encuadrar —estaba orgulloso de la única fotografía formidable que he tomado en mi vida— y colgarla en alguna pared de la sala de mi casa. Busqué como loco una media hora hasta que me detuve a rememorar, y caí en cuenta el infortunado error. Sin meditarlo, tomé las llaves y salí a la biblioteca a mirar si el libro que entregué aún estaba.
—    Buenos días, señorita. —Le dije a la bibliotecaria—. Sí,  de nuevo yo. Vine hace como una hora a entregar dos libros. Sabe… Necesito ver uno de ellos nuevamente. Se me quedó entre él algo importante. Espero todavía esté disponible.
A los pocos segundos me dio la mala noticia. Ya se lo habían llevado. Pregunté quién había sido, pero arguyó que no me podía revelar esa información. No obstante, y luego de demostrarle mi amabilidad y buena voluntad, me dijo qué aspecto físico tenía, pues hace unos minutos había salido de la biblioteca.
—    Es de baja estatura, mantiene pasos cortos. Lleva un saco negro, una falda muy vieja de color morado con flores amarillas. El cabello recogido, castaño. Si va a hablar con ella, sea prudente y amable, por favor— dijo, bajando la mirada y volviéndose a sus asuntos de trabajo.
Salí disparado en busca de ella. Preguntando a los vendedores ambulantes si la habían visto o atendido, a lo que me respondían negativamente. La calle, debido a que hacia donde me dirigí se tornaba algo declinada, me permitía mayor panorámica. Pero no la vi… así que me resigné a haber perdido la foto. Me puse a divagar, por lo que en un momento me invité a la alegría, pues algún lector se encontraría con un bonito regalo al abrir las viejas páginas, pero por otro lado… ¡Y lo recordé! En el local de fotografía, se tomaban la tarea de escribir el teléfono y el nombre del fotógrafo al respaldo de la fotografía en letra pequeña. Un suspiro de tranquilidad me invadió. Era cuestión de que aquella persona tomara un teléfono y se comunicara conmigo. No sabía si lo haría, pero tenía esperanza que así sería. Sino, iría de nuevo unos días después a la biblioteca a intentar tener suerte al ver el libro devuelto y la fotografía dentro de él —una idea poco prolífera pero ineludible—.
El día viernes de la misma semana, mientras dormía, pese a que estaría pronto a levantarme, sonó el teléfono. Recordé de golpe el respaldo de la carta y la llamada que sería mi alegría, y corrí como gacela hacia la sala.
—    ¿Aló? ¿Buenos días?— contesté impaciente.
—    Sí, buenos días. ¿Señor Benavides¡ ¿Cómo le va?
—    Sí con él. Bien, gracias. ¿Quién es?
—    Me llamo Lucía. Encontré este teléfono escrito en la foto de un libro que saqué, y además está su nombre. Llamé a ver qué pasaba, porque a veces…
—    ¡Si, es mía! ¡Muchas gracias!— dije con suma alegría.
—    ¿Por qué?
—    ¡Por llamar! Verá… Quiero pedirle el favor me devuelva la foto, es algo muy preciado para mí.
—    Ah, sí. Es de suponer. Pero, hay un problema.
—    No me diga eso… ¿Cuál?
—    No soy de salir de mi casa, menos a encontrarme con gente en la que no tengo confianza. Tendrá que esperar que yo entregue el libro, dejaré entre él la foto.
—    Bueno…— dije, con un tono cercano a la resignación.
—    Disculpará, pero es así.
—    No se preocupe. ¿Qué día lo entregará?
—    Mañana. Ya voy en la mitad.
—    ¿De verdad? A mí me tomó unos cuatro días leerlo…
—    Eso porque seguramente Ud. tiene más cosas que hacer. Yo vivo dentro de mi casa y es raro que salga de ella, excepto por comprar cosas necesarias y conseguir libros. Así que dedico mucho a leer. Todo el día.
—    Eso está muy bien.
—    Sí… Bueno, no siendo más. Mañana vaya por su libro al medio día.
—    Está bien, y gracias nuevamente.
—    No hay de qué, hasta luego.
—    Hasta luego, Lucía…
No sabía si ponerme eufórico de alegría o preocupado. Opté por quedarme tranquilo y esperar. Mientras dejaba que la tarde pasara, en medio de un sol naranja intenso, me pregunté por qué simplemente no habría ido a tomar otra foto de la casa, por qué no salía en ese justo momento y la fotografiaba desde el mismo lugar y con esa formidable luz natural, y problema aniquilado. Un desespero en las piernas me quitó las ganas de ir en ese momento, hasta de levantarme del sillón café. Preferí distraer mi mente pensando en otras cosas.
Llegó el sábado. Camino a la biblioteca me entraron ganas de pasar por la casa. Cuando llegué, la cortina del tercer piso estaba cerrada como de costumbre. Quizá allí se halla una razón al porqué no tomé otra fotografía: sólo ese día la casa abrió uno de sus ojos para ser fotografiada por el único transeúnte con una cámara que por allí andaba, o peor…. Para observarlo.
Tal como prometió la tal Lucía, así fue. Resumiré mi alegría y lo que pasó momentos después en tres palabras: recuperé la foto. Esta vez fui directamente a mandarla ampliar. Sentí que todo había recuperado su orden y armonía. Menos algo… La casa. Creo que se me estaba volviendo una obsesión ir a verla cada vez que podía, sólo con la excusa de intentar ver de nuevo esa cortina abierta y agarrar mi cámara de golpe y tomar fotos. Pero nunca se me cumplió la vanidad. A veces me nació la idea de golpear y conocer a sus dueños, pero en esta ciudad eso no es muy común, ni agradable para sus dueños, y más aún esto último si se tiene en cuenta que en mis frecuentes visitas jamás había visto a nadie entrar ni salir de allí. Y no siendo cumplido mi pequeño sueño vanidoso, quise ser la excepción, vaya que sí.
Ya en la semana siguiente a todo lo acontecido, decidí darle un vistazo a la casa, pero esta vez sin la cámara. Eran las ocho de la mañana del martes, fui con un saco gris de algodón y una sombrilla, pues hacía frío y el cielo amenazaba con una lluvia fuerte. Con paso trémulo fui acercándome a la puerta. Di cuatro golpes en ella. No pasó nada. Volví a insistir ya con cinco golpes.
—    ¿Quién es? —interrogó una vieja voz masculina desde el otro lado.
—    Buenas. Me llamo Benavidez.
—    No me interesa saber de Dios, gracias. Váyase.
—    No, no vengo a eso…
—    ¿Entonces a qué?
La pregunta me heló. Era lógico que debí haber pronosticar algo así, pero la admiración por la casa me alejó de hacerlo. Me quedé impávido, sentí esa incomodidad como si fuera eterna. En el desespero no vi otra solución que mentir.
—    Soy de la Secretaría de Hacienda. Vengo a… realizar una visita para ver el estado de su casa, saber si es segura para sus ocupantes y para el vecindario.
Se escuchó un corto silencio. Luego una queja entre muelas. Se abrió la puerta, o eso pareció. La empujé. Era de madera gruesa, pesada y como de roble. Había un tapete de colores morado y rojo, muy deshilachado y sucio en la entrada.  El piso también era de madera, aunque no lucía tan viejo ni desgastado. Había silencio total. Mis pasos parecían escucharse por toda la casa. Avancé por el corto pasillo y di en lo que parecía el centro de la casa. Gracias a ventanas ubicadas por lo alto de la casa había buena iluminación. Había algunos pasillos más al fondo. Había un reloj de piso enorme pero cuyas agujas daban las dos de la mañana, estaban inmóviles. En aquél centro habían unas cuatro puertas, dos de ellas abiertas. Elegí la primera y al pasar, encontré su interior muy desolador, aunque de inmediato daba a una segunda habitación. Pasé a la segunda y había un estante con copas y vasos de cristal al fondo, pero nada más. A su vez, esta segunda daba a una tercera, en la cual, ya habiendo entrado, vi que había más estantes pero vacíos. Al final de este tercer recinto, había un umbral delgado pero bien iluminado al fondo. Pasé por allí y de frente me topé con las escaleras, aunque eran delgadas, y al subirlas, también frágiles. En el segundo piso encontré más puertas, pero cerradas. Avancé por el pasillo que tenía forma de L y di con una sala, otro centro,  pero este si era oscuro. Se escuchaba alguien en una de las puertas cerradas que estaban del otro lado. Me entró el pánico, pues no sabía en dónde se había metido quien me abrió. Tal vez estaría allí, de donde provenían los sonidos casi inaudibles. Durante todo mi recorrido no indagué sobre quien fuese su ocupante, era tal la belleza que poseía tan antigua casa que me vi tragado por la fascinación de recorrer un lugar que a lo mejor nunca había sido explorado con detalle y respeto. Hasta que alguien me llamó.
—    ¡Estoy acá abajo! ¡Ey, el de la Secretaría! ¡Baje!— gritó la misma voz que me abrió antes.
—    Eh, sí, sí, ¡ya voy!— respondí balbuceando.
Volví al centro bien iluminado del primer piso mientras miraba hacia arriba, viendo una lámpara enorme que colgaba del techo más elevado.
—    Supongo que ya hizo su revisión, lo vi más bien merodeando por allí. Linda casa, eh… me pregunto si tendrá próximo dueño—, escuché, quedándome atónito pues la voz provino de una de las puertas cerradas.
—    Sí, sí, señor… Sólo me falta revisar por fuera y listo, me voy—, respondí con nerviosismo.
—    Bien. Ya sabe dónde está la puerta.
—    Claro… Pero, una pregunta.
—    ¿Cuál?
—    ¿Podría entrar a una de las habitaciones? Para saber si no hay humedad, grietas prominentes, o algo así…
—    Ejem… Bien. Sólo empuje alguna de las puertas. Algunas están cerradas pero ninguna tiene cerrojo que funcione.
—    Bien. Gracias.
—    Espero no se demore.
No sé de dónde me entró valor para preguntar eso, sabiendo que el extraño quería que me largara. Pero sin dudarlo subí de una vez al tercer piso. No encontré ninguna puerta. Era un salón único, amplio, cuyo perímetro dictaba el de toda la casa. El piso estaba cubierto con alfombra azul. No había mucho de pared, pues casi todo era ventanas. Ventanas por todo el rededor, cubiertas con la cortina verde que siempre veía, eran de terciopelo. Las rocé todas con mi mano, y me detuve en una. Calculando mi ubicación, queriendo estar ante la que creí ocultaba única la ventana que tenía el privilegio de desnudarse de esa cascada de tela verde, y viendo que ante una de ellas había un escritorio con una silla, di justo con ella. Cuando la abrí mis ilusiones se desvanecieron. Las montañas no podían divisarse; no tenía mucho rango de visión de la ciudad a esa altura, no había nada espléndido que ver. Hasta que bajé la mirada y me di cuenta de lo bien que se podía ver a la gente que pasaba. Se les podía ver hablar, cada gesto facial, cada paso, cada parpadeo. La altura no era gran factor en la nitidez de mi observación. Cuando me di vuelta, había una taza de café hirviendo sobre el escritorio. Me sorprendí al ver una mujer sentada en la silla del escritorio, mirándome. Quedé congelado, sin palabra. Me di cuenta al instante de su cabello recogido, un saco negro que llevaba, y cuando ella se levantó, de su falda morada con flores amarillas. Era ella. Me sonrió. Al darme cuenta de eso, me calmé un poco.
—    Perdón. No sabía que usted vivía aquí. Ya mismo bajo, discúlpeme— dije con pena.
—    Primero tómese el café— dijo interrumpiéndome.
No respondí nada. Despacio acerqué mi mano a la taza. Y lo comencé a beber despacio mientras soplaba y la miraba. Una mujer de no más de treinta años, ojos grandes y brillantes, labios rosas y piel pálida, contextura delgada. A mi parecer era hermosa.
—    Es un libro aburrido. El que lo escribió tenía buena intención pero no tenía la mejor destreza plasmándolo. Sabe, sin duda hay mejores. El próximo que leeré será…
—    Gracias —la interrumpí—. Como me dijo, la foto estaba en el libro aburrido… No tenía idea ni me esperaba que viviera aquí, Lucía. Es una casa muy admirable.
—    ¡Silencio!— ordenó bruscamente.
De nuevo me quedé helado. Dejé la taza sobre el escritorio y me dispuse a bajar, dándole la espalda. Me reprochó el acto. Justo cuando iba a salir del salón, me habló.
—    No se vaya tan rápido, la casa no muerde pero no debe hablar de ella. Es más, no deberíamos hablar, sino, en el estado en que está, se cae. Pero le diré algo. La cortina que abrió hace unos segundos, días atrás la abrí yo también. Y me arrepentí, aun me arrepiento al día de hoy. Espero no le pase lo mismo… Es que… Quién ve por esa ventana a los que pasan por la calle, no vuelven a mirar de la misma forma. Mi padre le abrió la puerta y me dijo de usted. Yo sabía que Ud. no era de ninguna secretaría, esos hace años no vienen, además traería algún distintivo. Le traje café para ser cortés. Me di cuenta que había abierto la cortina. No lo quiero asustar, pero es mejor que se vaya ya y se conforme con la foto que tomó de esta casa. Si no, querrá volver a venir y mirar, créame. La única manera que tengo de evitar hacer eso mismo, es leyendo. Mi padre hizo lo mismo cuando empezó a vivir acá, hace ya varias décadas, pero él pasó años observando, años alimentándose de un bicho infernal que carcome el morbo y siembra sus crías en él, para que cada día sea mayor, pero sintiendo esa dicha de verlos a todos sin que lo vean a él, sintiéndose un poco como Dios, si alardear de ello, más bien de una forma peculiar. Yo llegué aquí hace tres años, cuando mi madre murió, mis tíos me trajeron aquí, sin más opción. Ese fue la única solución a los diarios avistamientos que realizaba mi padre por la ventana; sólo me miraba a mí ahora, con cierta alegría de conocer a su hija después de tanto, así fue por algunos días; pero eso cambió, y se le nota cómo pasa el tiempo confinado en su cuarto últimamente,  dándole vuelta a un reloj de arena que tiene, el único reloj que sirve en la casa. Ya está muy viejo, no le queda mucho, menos en las condiciones que ofrece esta casa. A mí tampoco me queda mucho tiempo acá, pero en mi caso es porque me voy. Luego de ver por esa ventana, quiero salir de acá, no veo la hora; no lo he hecho por mi padre. Su vida es esta casa.
—    No sé qué decir… Bueno, siendo sincero no me siento diferente. Ni siquiera viéndola fijamente como hago ahora.
—    Yo quisiera decir lo mismo… Pero estoy a poco de empezar a quedarme ciega. Mi padre lo está. La ventana nos hizo esto.
Un abrupto escalofrío me electrizó el cuerpo. Un vació se apoderó de mi vientre. Náuseas, pequeños temblores, taquicardia. Tal revelación la sentí como una puñalada en el rostro, pues me decía que yo también me quedaría ciego pronto. No dije nada, mis manos buscando la pared para no caerme lo decían todo.
—    Seguro piensa que se quedará ciego. Y así temo que será, tanto para usted como para mí. Pero hay una solución. Que nunca deje de ver por la ventana.  Yo no me atrevo, no quiero terminar como mi padre, confinado en una vieja casa, solo completamente, olvidado, sin oportunidad de sol, enfrascado en los más crudos temores y acorralado por las más fieras angustias… Prefiero quedarme sin ver. Total, el mundo es ciego ante lo bello, mudo ante lo correcto y sordo ante lo injusto. Aunque mi padre me ha hablado de otra solución.
—    ¿Cuál, cuál?—, pregunté con horror.
—    Acabar con la casa. Sea quemándola o tumbándola.
—    ¡Si, eso! — dije, mientras sentía que veía borroso, y fue lo último que recuerdo de la conversación.
Y perdí el sentido. Cuando desperté escuchaba sirenas. Era de noche. Estaba Lucía conmigo en el andén de la casa de enfrente, rodeados de maletas y libros, viendo cómo con el fuego derrumbaba la casa pedazo a pedazo.
—    Despertó… Sí, ya ve. Era la única solución. Yo no podía permitir que se quedara allí y al despertar  ya habiendo olvidado todo lo que le dije, quisiera ver por la ventana de nuevo. Le conté a mi padre, y él temiendo que su historia se repitiera en algún otro desdichado y que su casa fuera irremediablemente invadida por otro, le prendió fuego al reloj que estaba en el primer piso estaba repleto de gasolina, mientras yo alisté todo lo que aquí ve. Le eché el café ya frío sobre la espalda y salí con usted de rastras, parecía como sonámbulo.  
—    Su padre, ¿dónde está?
—    Allá, nos ha salvado— Con el índice derecho me señaló el tercer piso.
—    La… ¡La ventana!
—    Ahora ni tú ni yo perderemos visión— Y fue así, pues pudimos contemplar lo que aconteció después; y cada mañana desde entonces veo con Lucía la fotografía ampliada de la casa verde en nuestra sala, recordando algo de lo que pasó.
En el último piso, en la infernal ventana, estaba sentado en la silla del escritorio su padre con los codos sobre éste, mirando cómo la gente corría con prisa sin que estos se dieran cuenta, todos gritaban como perdidos y andaban sin destino fijo, los observaba con una sonrisa frenética, con los ojos fijos y grandes puestos sobre ellos, como si al hacerlo aumentara el fuego que consumía las cortinas. De repente, detuvo su mirada en nosotros, en mí más que todo al ver que su hija había tomado mi mano, a lo cual me asusté y agaché la vista, viendo el reloj de arena que estaba en el piso en frente de mí, a punto de acabarse los granos de arena de la parte superior. Cuando terminaron de caer, subí de nuevo la mirada. Las colgaderas parecían cascadas de fuego, las tejas caían como meteoros humeantes. Y un instante justo antes que el cristal de la ventana estallara por el humo atrapado y que la casa se desplomara por completo, por entre los barrotes chamuscados, el viejo cerró los ojos y me sonrió dulcemente. 

15 diciembre, 2012

Pena de muerte



PENA DE MUERTE


“Now for my last--let me look back a moment; 
the slower fainter ticking of the clock is in me, 
exit, nightfall, and soon the heart-thud stopping.

“Déjame mirar atrás por última vez.
Siento en mí el leve y menguante tic tac del reloj.
Muerte, noche, y pronto se detendrá el latir de mi corazón.”[1]

WALT WHITMAN.


Con frecuencia últimamente me encuentro ante los dos jueces
más implacables y frecuentes del humano:
el Espejo y la Memoria.
El primero que nos impone
-dejándonos un innato dolor-
el ver qué somos hoy;
el segundo nos lleva al ahogo
de ver y hasta vivir un instante
de lo que fuimos antes.

Cada arruga que en mi rostro se traza
es el vestigio de alguna sonrisa o sollozo
que proferí siendo un enérgico y noble niño,
un confundido y dolorido joven,
o un corpulento y fatuo adulto.
Cada arruga que se dibuja en mi cuerpo
es el rastro de cada otoño ya vivido;
y son tantas las que poseo
que no sé cuántos años tengo.

Mis hijos al pasar los años se fueron yendo,
para forjar una familia como yo hice con ellos,
y así, encontré hace mucho mi mejor compañía:
un reloj que dicta los días que me quedan,
pues siendo viejo ya la cuenta es regresiva.

La enfermedad me acechó entre sombras.
Me escabullí entre los días sin que me viera,
y cuando creí que la había perdido,
recayó ante mí con brutalidad,
dejándome a la merced de la fúnebre palidez.

Cada día que pasa me veo inmerso
en una insoportable y cruda soledad,
escuchando mientras concilio el sueño
los pasos que nunca me atreví a dar,
sintiendo en el pecho los amores que se fueron.

Son pues estos dos jueces fruto de mí mismo,
y del devenir implacable que hay en la vejez
para cada ser vivo que logra llegar hasta aquí.
Ya no me defiendo; sólo espero.
Ya no caigo en vacío ni llanto; recuerdo todo, sonriente.

Así, hoy me encuentro a pocos días de la muerte.
Consolándome al pensar que iré a donde mis antepasados
también han sido llevados,
al saber que seré lo que fui
justo antes de nacer y recorrer este mundo
poblado de gente y yermo de comprensión:
un alma que divaga rincones del mundo,
que sobrevuela pasajes del universo,
que busca sin descanso y con empeño
un breve momento de la eternidad,
en el cual habitar y saber qué es la vida.




[1] En la versión de Agustí Bartra.