12 marzo, 2012

Los olvidados.

Dedicada a aquellos que cultivan, aman, respiran, conviven
admiran, respetan, defienden y viven con la tierra.






Los olvidados.*


La neblina cubría los campos, las hojas y la montañas, y entre ella, poco a poco, empezaban a escabullirse algunos rayos de sol. El aire era húmedo y tenía aroma a la tierra que nos da de comer. Los pájaros empezaban a cantar. Había llegado el momento. 

De repente, ambos abrieron sus ojos, miraban el techo de tejas baratas y palos que las sostenían. Respiraron profundo, y se dispusieron a levantarse; pero antes, pasaron unos instantes mirándose y se besaron, y de nuevo se miraron. Se levantaron y atravesaron el umbral, dejando así el cuarto vacío. Se prepararon su desayuno, algo simple: café y pan. Se lavaron el rostro nada más. Aseguraron las puertas de su casa, la dejarían sola; y se dispusieron a caminar. 

El sol continuaba asomando las narices entre las nubes. Era un día, como muchos otros, fresco, cálido y hermoso. Él llevaba un azadón y ella un canasto. Caminaban por caminos de tierra, barro y piedra, sus pies besaban la tierra y su nariz jugaba con el aire. Salieron a buscar el alimento del mundo... 

Aquél, con su azadón, hacía bailar la tierra, de un lado a otro, marcando surcos, haciendo círculos, dejándola lista para que diera a luz, muy pronto, algunas formas de Vida. Afablemente tomaba semillas de su bolsillo y las regaba por doquier, con una sonrisa dibujada en el rostro y, aun con el implacable sol en las espaldas, su alma estaba contenta. 

Mientras tanto, Ella recogía deliciosos frutos y cultivos, uno a uno, con esas manos de mujer, capaces de engendrar revoluciones y asimismo de criar humanos. Y de vez en cuando, si podía, también recogía flores, para olerlas, mirarlas y para amarlas para siempre. Para ver allí, en ellas, su reflejo. 

Y así pasaban todo el día, sólo se detenían a almorzar, beber algo y descansar un poco. Estaban a algunos metros el uno del otro, a pesar de la distancia se podían ver, sus miradas se encontraban y sus sonrisas relucían. Cuando cayó la noche, regresaron por el mismo camino, ése que en la mañana los condujo a esas tierras plagadas de felicidad y naturaleza. Era momento de regresar a casa, el sol caía y la luna ya los miraba atentos. 

Llegaron. Intercambiaron pocas palabras. Se miraban. Sonrieron. Cuando era momento de descansar, muy temprano, ya bajo una oscuridad total, se durmieron, mañana sería otro día, otro comienzo, otro destino... 

Y nunca sabrán quizá, aquellos dos humildes campesinos -ni todos los campesinos que existen-, el valor de su vida y de sus obras, nunca nadie les dirán "Gracias", nunca sabrán el valor de su labor, nunca conocerán tecnologías, comodidades o modas. Y aunque no sepan estas cosas, ellos están felices de sus arrugas dadas por el tiempo, su rancho entre el monte, su vida humilde y sus tardes de sol, sus noches de lluvia, la vida y el aroma de su tierra, el paisaje que contemplan sus ojos, de tenerse el uno al otro.
Quizá gracias a este corto texto ellos dejan de ser Los Olvidados.  El mundo se queja y reclama por más lujos y privilegios, por injusticias y corrupción, por sueños rotos y lagrimas olvidadas, por amores imposibles y amistades quebradas, por cielos nublados y ríos contaminados, por edificios caídos y polvaredas levantadas, por conocidos muertos y nacidos indeseados... A pesar de todo eso que pasa en el mundo: ellos son felices, no por indiferencia o ignorancia, sino por su sabiduría y amor a la vida, y eso es algo que debemos admirar todos los hombres.





Inspirada en El Lazo, canción de Víctor Jara y en Pedro Páramo, novela de Juan Rulfo.

05 marzo, 2012

Tengo, luego amo.

A ti, que nunca me amarás.


Tu, no calles
porque cada noche
pienso en tu voz
corriendo por el aire.

Tu, siempre mira,
pues en tus ojos se esconden
una dulzura y una ternura
productoras de felicidad.

Mi bella, nunca cedas
pues en las tardes
recuerdo tu sonrisa
y tus abrazos de canela.

No te aflijas
porque el sol
que nos ilumina
allí arriba nos admira.

Nunca llores
porque cada lagrima
es más salada
que mil mares.

Pero escúchame,
al oído te susurraré
cuantos sueños he tenido
con vuestra merced.

He soñado
dormido y despierto;
pero ya al fin he caído
entre la cruel verdad.

Tengo que callar
para que esto,
que miras con esos hermosos ojos,
no cambie, nunca cambie.

Para que esta realidad,
que para ti es tan estable o normal,
no sea una tragedia o un mal
por culpa de mi amor por tu mirar.

Y para no decir más
quizá con dos palabras bastará
pues desde hace tiempo las guardo
entre temor y bondad.

Pues al decirlas nuestros
mundos cambian de forma fugaz,
pues son tan profundas
como el agua del mar.

Con suspiros y fascinación,
con desesperanza y miedo
con incertidumbre te digo
que esas dos palabras son:

Te amo.

Qué frase más desalentadora,
repetida y quizá inservible.
Pero no la digo; la siento,
la sufro, la vivo y la padezco.

Es tan complejo expresarlo
pues nadie me cree.
Si, eso es lo que más duele;
así que tengo, luego amo:

Tengo que resistir,
tengo que soñar,
tengo que esperar,
tengo que llorar.

Tengo que hablarte
sin poder besarte.
Tengo que verte
sin poder amarte.

Tengo que aguantar
tengo que mirar
tengo que temer
tengo que caer.

Y luego de tener
que hacer todo eso,
por fin amo, y me doy cuenta
que eso ya es algo vacío.

Dime qué hacer
pues eso ya no lo sé.
Dime que sientes
pues eso, por fin me aliviará.

Atraviésame con tus palabras
cargadas de honestidad.
Aunque mi corazón se desangre...
así por fin descansará... Quizá... Ojalá...