20 diciembre, 2011

Tarde de verano.

Tarde de verano.



Hay pájaros coloridos volando, aquí y allá, ardillas corriendo enloquecidas. Cada poro de la piel siente un ardor leve, también un viento áspero que refresca el cuerpo pero que es insuficiente para combatir la realidad que péndula y se mueve en ondas, una realidad que se muestra cuando miramos directamente el horizonte. Es sofocante.

Hay niños corriendo, se persiguen, se agarran y se caen;  otros juegan en el pasto, no saben qué son los problemas ni quieren saberlo, sólo quieren jugar y ser felices, comer y dormir.

Madres y padres angustiados, sedientos, acalorados y sudados, como cuando terminan de hacer el amor. Otros disfrutan y aprovechan el sol, se colorean mágicamente; en cuestión de minutos se transforman, ya pasan de ser un copo de nieve a ser un camarón.

Y las nubes, esas pequeñas nubes que nadan entre el cielo azul, y que a veces impiden el paso del sol, proyectando así una sombra que enfría la cabeza y humedece la lengua.

Y tú, de blusa blanca y pantaloneta de colores, con ropa muy ligera, caminas sonriente en busca de un helado de limón. Cuando regresas a sentarte, veo tus labios con crema de mora y espuma de limón. Tu boca se humedece y tus labios se curvan, muestras una sonrisa tan blanca y feliz como las nubes que circundan encima de ti.

Cuando por fin llega la luna, es momento para olvidar la tarde calurosa y feliz que ya concluye, para darle bienvenida a la noche taciturna; por lo menos, hasta que amanezca de nuevo y decidamos ser felices bajo el sol.

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