A Edna.
I
Entre la inmensa oscuridad
que baña al cielo hoy,
cuelgan unas luces sublimes
que son tan bellas y blancas
como lo es tu gran sonrisa,
que se muestra invencible e inmensa
cuando invade la tristeza.
II
En medio del frío que roza mi cuerpo
con lívidos vientos, justo ahora,
está mi alma que espera ansiosa
el saber que estás sonriendo,
pues cuando ésto pasa,
el día que para mi fue sórdido
ahora es de júbilo y esperanza.
III
Pues, mujer, el saber que sonríes
es semejante a poder ver cómo amanece,
pues así como el sol se abre paso entre nubes,
y se asoma despacio son su fulgor;
la felicidad de tu alma se manifiesta,
con gran pureza y ternura:
con tu corazón y entre tus labios.
IV
No importa cuán grande sea la zozobra
o hastío en que estés inmersa: ¡De allí te sacaré!
Aunque tenga que quitarte una a una
cada lágrima sobre tu rostro,
aunque para darte felicidad
tenga que darte pétalo a pétalo
de cada flor del mundo: ¡Lo haré!
V
Te prestaré mi corazón
con el mayor de los cariños,
para que te ayude a cargar tus penas
—y tus dolores—... pues yo, al conocerlas,
y me encuentre donde me encuentre,
o esté cómo esté mi sensibilidad,
siento que también las llevo a cuestas
VI
Tienes también mis brazos a tu disposición
para que te cubran cuando haya confusión,
así es que no estas sola ni olvidada,
ni lo estarás mientras la luna nos mire,
las nubes bailen, ni mientras yo viva,
y día a día, segundo a segundo lucharé
para que no te sientas lastimada.
VII
Siente bien que tu corazón de mujer,
—capaz de cobijar al mundo con amor—
puede tener una dureza y un blindaje,
—sin que se vuelva oscuro y frío—
que hará al injurioso, desagradecido
tosco y ruin hombre: un tonto inerme.
¡Que mi cariño por ti, busca protegerte!
VIII
Lo hostil de la distancia
hace que nazca algo que es hasta bello:
una nostalgia que me permite
extrañar alguien que no he visto
y querer a alguien que no he tocado,
pero que a través de la palabra
puedo decir que he sentido y conocido.